Apreciados amigos, hoy deseo compartir con ustedes una reflexión que hizo hace algunos años el Papa Francisco por el tiempo de Cuaresma. Me pareció muy importante, como miembro de la Iglesia, poner en práctica lo que él nos propone y vivir este tiempo de reflexión con un enfoque diferente.
«Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es «un tiempo de gracia» (2Co 6, 2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque Él nos amó primero» (1Jn 4, 19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen... Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo».
Un corazón fuerte
El Papa nos propone tres puntos de referencia para meditar y actuar.
«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1Co. 12, 26).
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn. 4, 9).
«Fortalezcan sus corazones» (St. 5, 8).
Los dos primeros tienen que ver con quienes sufren; valdría la pena preguntarse: ¿Quién no sufre? ¿Quién sufre más? Hace unos días me tocó hablar con unos padres de familia devastados por el dolor: encontraron, en su dormitorio, a su hija de 18 años sin vida. Pude palpar el dolor de mis hermanos como miembros del Cuerpo de Cristo y como hermanos en la fe, y sentí lo profundo de su sufrimiento.
Dónde está tu hermano? Hoy hay muchos hermanos nuestros sufriendo; quizás alguien en tu propia familia, tus amigos, los compañeros de escuela, de trabajo o de la comunidad. Dios nos pregunta: ¿Dónde está tu hermano? Sin duda alguna, el Papa Francisco nos está retando a reconocer al que sufre, nos pregunta qué estamos haciendo cuando vemos a nuestros hermanos sufrir. ¿En dónde estás ante el dolor de tus hermanos?
Muchas veces nosotros no podemos cambiar una situación de dolor, como el caso de estos padres de familia que mencioné, sin embargo, sí que podemos abrazarles y quizás, en silencio, solo estando cerca de ellos y acompañándoles en su dolor, ya les hacemos más llevadero su sufrimiento. Al final de mi conversación con estos padres, tan afectados por el dolor, pude escuchar sus palabras en medio del sufrimiento, diciéndome: “No sabe cuánto nos han consolado sus palabras”.
Vivir la Cuaresma
Vivir la cuaresma es mucho más que dejar de comer carne los días viernes o prometer algo por cuarenta días. No quiero decir con ello que esté mal que lo hagamos, sino que debemos ir más al fondo en el corazón de Dios, quien nos pide una verdadera conversión, dejarnos conmover por el dolor de los demás por encima de nuestro propio sufrimiento.
Le doy gracias a Dios porque cada día que pasa lo estoy viviendo con un corazón agradecido al Señor, porque me permite servir al prójimo confiando que, cuando nos encargamos de las cosas de Dios, Él se encarga de nuestras necesidades.
También a esto se refiere el Papa cuando añade: «Pedro no quería que Jesús le lavara los pies pero después entendió que Jesús no quería ser solo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio solo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Solo éstos tienen "parte" con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los Sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el Cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás».
El mundo actual nos enseña que hay que disfrutar, poseer, tener más, para ser más felices, pero Jesús nos dice algo muy diferente en su Evangelio: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que entregue su vida por causa de mí, ese la encontrará.” (Mt. 16, 25). Este es el secreto más grande que muchos todavía no han descubierto. Aquí está la verdadera dicha y la auténtica felicidad. AMÉN.
Siempre es bueno dar las gracias
El Sembrador, gracias a los Medios de Comunicación, logra llegar a millones de corazones las 24 horas del día, todos los días del año, llevando la Palabra de Dios que alimenta, fortalece y da esperanza al que sufre y necesita de consuelo y misericordia. No ceso de dar gracias a Dios por cada uno de ustedes quienes reciben esta carta, principalmente porque no son indiferentes al sufrimiento de los demás; porque cuando ustedes aportan mensualmente su ofrenda, dan una respuesta afirmativa al Señor y están diciendo con ese gesto de amor: SÍ ME INTERESA MI HERMANO QUE SUFRE. Gracias especialmente a los que se han unido, en oración y económicamente, a la Jornada: “Enciende en mí el fuego de tu amor”. Que Dios les bendiga y les premie su gran generosidad.
Que esta Cuaresma la vivan con devoción. Tengan presente que es necesario cumplir con las peticiones del Santo Padre: debemos compartir el sufrimiento de nuestros hermanos en Cristo y no ser indiferentes al dolor ajeno para con ello fortalecer nuestros corazones y compartir la vida de Jesucristo Redentor.
Con el amor de Jesús y Santa María de Guadalupe, pido que el Espíritu Santo se derrame con abundancia en todos y cada uno de ustedes.