El pasado 23 de junio tuve la oportunidad de vivir una experiencia inolvidable a nivel personal. Creo fue también especial para los miembros del ministerio que me acompañaron ese día: La visita a la Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe en Tijuana, Baja California.
Agradezco al Rector de la Catedral, Padre Juan García, quien amablemente aceptó y nos permitió tener la experiencia de compartir la vida en Cristo y dar testimonio de su amor. De la misma manera, agradezco a la hermana Adela por asistirnos y fraternalmente hacernos sentir en casa; ella se convirtió en mi nueva madrina, ya que al entrar a la Catedral, caminando por el pasillo central -como un recordatorio de aquel día de mi Primera Comunión, a los siete años- me dijo: “Hoy también necesitas de una madrina”, a lo cual yo le respondí que sí y que ella lo sería a partir de ese momento. Ustedes podrán apreciar en las fotografías la inmensa alegría que todos sentimos al ingresar a la Catedral. Fue un evento, además, transmitido por Radio y Televisión a todo el continente americano.
Deseo aprovechar esta maravillosa experiencia, para hacer énfasis directamente sobre el fruto de los Sacramentos en nuestra Iglesia, pues todavía existen católicos que no han comprendido y valorado lo que significan, ya que son canales del poder y de la gracia de Dios.
Yo nací a unas cuantas cuadras de distancia de la Catedral, en la Zona Centro de Tijuana. Mi madre me contaba que nací en un día viernes a las tres de la tarde; lo supo porque estaba encendida la radio y, en el preciso momento en que yo lloraba al nacer, ella siendo asistida por una partera en nuestro domicilio, se transmitía un programa que regularmente escuchaba. Según mi madre, yo llegué a su vida como una nueva ilusión, a la misma hora en que se celebraba la Hora de la Misericordia del Señor. El día domingo, según narraba mi mamá, me llevó por primera vez a la calle y fue para llevarme a la Catedral a darle gracias al Señor, para ofrecerme a Él y pedir por mi vida.
Qué gran enseñanza nos debe dejar la actitud de nuestros padres al orar por nosotros, sus hijos. Es grande el poder de la oración que nuestros padres elevan a Dios en nuestro favor. Dichas oraciones nunca pasarán desapercibidas ante Dios Padre porque, tarde o temprano, darán su fruto. Quién hubiera pensado que el 23 junio yo regresaría a la casa del Padre, en donde por primera vez fui presentado ante Él.
Mis apreciados amigos, debemos sentirnos dichosos de pertenecer a la Iglesia que Jesucristo fundó y a la que le encargó llevar la Buena Nueva hasta los confines de la tierra. Yo les doy testimonio de que un día pasado, muchos años atrás, mi madre y padrinos me llevaron a la Catedral de Tijuana para recibir el Sacramento del Bautismo y mi gran sorpresa, de este venturoso día de retorno, es haber encontrado la misma pila bautismal en donde recibí el Sacramento.
Muchas veces, como católicos, hemos sido cuestionados acerca del Bautismo en los niños. Plantean la interrogante como si se tratara de un acto meramente humano, un deseo solamente de los padres, sin ninguna intervención de Dios. Déjenme comentarles lo siguiente: para los judíos, en sus leyes, había dos mandamientos importantes para los padres de familia respecto a sus hijos recién nacidos: primero, la circuncisión obligatoria para los hijos varones y segundo, la presentación en el Templo a los ocho días del nacimiento. La Virgen María y su esposo José, como buenos judíos, cumplieron con los preceptos con su hijo Jesús quien, aunque Hijo del Altísimo, era también judío.
A mí no me cabe la menor duda de que, por la fe de los padres, existe la intervención de Dios en la vida de los pequeños. Por algo Dios les pedía que desde niños tuvieran presente estas leyes. En este Sacramento de Iniciación cristiana como es el Bautismo, ocurre un misterio de parte de nuestro Creador, pues se siembra la semilla de la fe y se consagra a Dios a todo bautizado, pidiéndole bendiciones sobre el nuevo miembro de la familia cristiana. Es más que un rito, como algunos dicen, es un signo de amor.
Gracias a la fe de mi madre, de mis padrinos y del sacerdote, representante de Cristo, se me selló con la fuerza del Espíritu Santo en aquella ocasión… y por fin pude regresar a ese mismo lugar pero por mi propia cuenta, para dar testimonio de su infinita misericordia y agradecer a Dios por ese maravilloso Sacramento que años atrás recibí, así como por conocerlo ahora más todavía por medio de la Eucaristía.
Fue allí mismo, en la Catedral, donde también recibí mis primeras clases de Catecismo. Cómo recuerdo que, cuando finalicé mi formación, mi madre se disculpó con la catequista por no tener el dinero para comprarme la ropa con que debía hacer mi Primera Comunión: un pantalón negro y una camisa blanca. Entonces, a pesar de mi corta edad (siete años), y gracias a un destello de luz divina en mi corazón, me puse a trabajar lustrando zapatos para comprarme la ropa y fue así que logré el objetivo de entrar, un 10 de mayo, con el uniforme requerido para recibir el Sacramento Eucarístico.
Ahora, en mi visita reciente a la Catedral, quise ir vestido de igual forma, como en aquella feliz ocasión, recordando ese día memorable de mi primer encuentro con Jesucristo vivo y presente en el Sacramento de los Sacramentos, con el cual pude experimentar una paz que invadió mi corazón, algo incomprensible para mi entender, siendo tan pequeño.
Desde los inicios del cristianismo hemos tenido una gran bendición en nuestra Iglesia Católica: la presencia de Jesucristo vivo y presente en la Eucaristía bajo las formas de pan y vino. Hoy continuamos y reafirmamos este convencimiento con la conciencia de que es un Sacramento de nuestra fe.
Desde la época apostólica y hasta nuestros días esta es una certeza que ha permanecido invariable: Jesucristo, de una manera misteriosa, permanece entre nosotros a través de la Eucaristía. Fue Él mismo quien lo dijo: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre y el pan que yo daré es mi carne para vida del mundo” (Jn 6,51). Durante más de dos mil años, la Iglesia ha enseñado que en el Santísimo Sacramento del Altar, el cuerpo y la sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, todo Él, está contenido en una forma real, verdadera y sustancial. En su presencia eucarística Jesús vive entre nosotros como el que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros.
Hay poder en Jesús Eucaristía. Toda persona que recibe este Sacramento con fe verdadera será una persona a prueba de todo; puede lograr sanación física, mental; liberación espiritual y la paz más profunda que se pueda experimentar. Yo siempre recomiendo a quien tiene problemas, ya sean grandes o pequeños, a que frecuenten la Eucaristía, de ser posible diariamente, pero si no es posible por razones de trabajo, frecuentarlo lo más que se pueda, aparte del domingo, Día del Señor, pues en ella se encuentra presente el poder divino como canal de gracia para quienes lo adoran en espíritu y en verdad.
Así pues, los exhorto y animo a ustedes, que leen esta carta, a valorar y descubrir el poder de los Sacramentos en su vida personal. Ahora que visité la Catedral de Tijuana me di cuenta que fue allí, en ese Templo, en donde nací a la vida eterna y fue donde la Iglesia me dio a luz como Madre. Las oraciones de mi madre terrena me han acompañado en todo mi proceso de vida, desde el momento de mi llegada a este mundo. Recordemos que Jesucristo nos recomendó orar incesantemente y lo hizo porque la oración tiene poder: “Así que yo les digo: Pidan, y Dios les dará; busquen, y encontrarán; llamen a la puerta, y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama a la puerta, se le abre.” (Lc 11, 9-10). De la misma manera, la intercesión de nuestra Madre del Cielo, tiene poder y es efectiva para obtener beneficios, sobre todo espirituales.
Puedo afirmarles que quien cree y vive la experiencia de un encuentro personal con Dios a través de los Sacramentos y de la oración, todo lo puede lograr, no habrá prueba que no pueda vencer y soportar, porque el Señor es su fuerza y protección. Al igual que el Apóstol San Pablo diremos constantemente: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rom 8,31).
Le doy infinitas gracias a Dios, por las tantas bendiciones recibidas en el pasado Congreso de Oración, en donde miles de personas fuimos testigos, una vez más, del poder de la oración. ¡Bendito sea Dios por su bondad y misericordia! Simplemente ¡Gracias!
De la misma manera, nunca terminaré de agradecer la bondad y generosidad de cada persona que recibe esta carta y le es posible poner su semilla, esa bendita ofrenda que nos ayuda para que sigamos llevando esperanza a un mundo tan herido y necesitado del amor de Dios. Con su ayuda, unidos por el amor de Dios, somos instrumento para continuar transformando vidas y sembrar la esperanza en Dios. Seguiremos cambiando el mundo para Cristo. Dios los bendiga con abundancia, todos los días de su vida.
Atentamente en el amor eterno del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, unidos a la intercesión de Santa María de Guadalupe, reciban todo mi aprecio y afecto.