El maravilloso acontecimiento de la Resurrección, vino a reafirmar el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo y a causar un efecto excepcional en toda la humanidad, empezando con sus discípulos quienes, por este suceso, comienzan a entender el contenido de todas las enseñanzas de Jesús. Fue así, que de las lágrimas y la tristeza se pasó al gozo; del miedo, al valor; de las puertas cerradas, a la apertura; de tener una visión limitada a una vida con propósito.
Hoy, se nos hace difícil comprender cómo fue que los más cercanos seguidores de Jesús no esperaban su Resurrección, a pesar de que él se los había anunciado en varias ocasiones, antes de su muerte en la Cruz. Recordemos, por ejemplo, aquel pasaje cuando, en el primer día de la semana, María Magdalena visita el sepulcro y lo encuentra vacío. En medio de su dolor no reconoce al Maestro Resucitado y Jesús la consuela al manifestarse ante ella (Cfr. Jn 20). También los ángeles confortan a las mujeres que seguían al Señor y les preguntan: ¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? (Cfr. Lc 24,5).
Después de la Crucifixión de Jesús, los apóstoles permanecían juntos, pero con las puertas cerradas, con sus corazones afectados por la tristeza y el dolor; con miedo y con poca fe. Así lo describen las Escrituras. Entonces, Jesús se apareció a ellos cuando conversaban de sus tristezas; entró sin tocar la puerta a donde ellos se encontraban y los saludó diciendo: “Paz a ustedes” (¡Shalom!) (Cfr. Lc 24, 36). A partir de ese momento se apareció en diferentes ocasiones a distintas personas y cada vez les recordaba todo lo que antes les había enseñado, hablándoles además del Reino de Dios. A los cuarenta días de convivir con ellos, después de su Resurrección, se despidió, aunque temporalmente. Recordemos que, con anterioridad, él les había ya explicado esto: “«No se angustien ustedes. Crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchos lugares donde vivir; si no fuera así, yo no les hubiera dicho que voy a prepararles un lugar. Y después de irme y prepararles un lugar, vendré otra vez para llevarlos conmigo, para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy a estar.» (Jn 14, 1-3). El Señor, antes de separarse de sus apóstoles en su Ascensión a los cielos, les advirtió que no debían irse de Jerusalén, y además les dijo: «Esperen a que se cumpla la promesa que mi Padre les hizo, de la cual yo les hablé. Es cierto que Juan bautizó con agua, pero dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo» (Hch 1, 4-5). En este pasaje, Jesús habla concretamente de recibir el Espíritu Santo, con el fin de dar testimonio de Él en todo el mundo y para llevar la Buena Noticia hasta los confines de la tierra (Cfr. Hch 1, 6-8). Esta es la misión de la Iglesia y de cada uno de nosotros los bautizados y evangelizados.
Los apóstoles fueron obedientes y se quedaron en Jerusalén. Diez días después, mientras se encontraban reunidos y en oración, se cumplió la promesa del Padre: (Hch 2, 1-4). Así nace la Iglesia y desde entonces celebramos este día de Pentecostés jubilosamente. En aquél Pentecostés, llegó un poder sobrenatural que los sorprendió al recibir la gran manifestación del Espíritu Santo. La Virgen María, Madre del Señor, se encontraba presente en aquella primera comunidad espiritual. Este mismo Espíritu que se derramó en aquella comunidad, es el que recibimos cada uno de nosotros en el Sacramento del Bautismo. Tristemente, en la actualidad, un gran número de católicos no saben, ni conocen, ni se interesan en conocer el valor de haber recibido el Espíritu Santo, don de lo alto, fuerza de Dios actuando en el creyente que se manifiesta con poder a quienes confían en Él. Desconocer la persona del Espíritu Santo, es como tener una potente arma para vencer al enemigo que busca destruirte y no usarla porque ignoras su poder, y al no conocer su poder se vive la vida como víctima, en vez de vivirla de manera victoriosa. Si vivimos por el Espíritu Santo y su poder, los frutos de su presencia comienzan a manifestarse y ser abundantes (Gal 5).
Lo he dicho antes y lo repito otra vez, el Papa Francisco, en dos diferentes ocasiones, me ha confirmado la misión, diciéndome: “Dígales que SALGAN DE LAS CUEVAS”. Hoy muchas personas siguen viviendo en sus cuevas, como los apóstoles después de la muerte de Jesús. Debemos salir de las cuevas de nuestros miedos, complejos, depresiones, inseguridades, falta de fe y de creer en Dios y en sí mismos. Dios cree en ti. Brigadas de la Misericordia. Así pues, el mes pasado iniciamos una nueva etapa de nuestra misión. En la comunidad parroquial de Santo Tomás nos preparamos para evangelizar y salir a las calles; tocamos las puertas de los hogares que viven en los apartamentos del área, lo cual causó una grata y agradable sorpresa en toda la gente que recibió nuestra visita. Fuimos aproximadamente doscientas personas las que salimos, saludamos con alegría a los demás, para invitarles a asistir a la Parroquia, con tal de que puedan obtener el beneficio de sus servicios. Yo he pedido a Dios, por mucho tiempo, que nos dé valor de salir a los lugares públicos, y que todo católico evangelizado salga con valor y lleno del Espíritu Santo a las calles. Eso les dijo Jesús a sus discípulos en la iglesia primitiva: ¡Vayan! Por tanto, considero que no podemos esperar pasivamente que los católicos que no asisten a la iglesia se queden sin la gracia que representa el conocer a Jesucristo. Debemos salir sin miedo a evangelizar, llenos del poder del Espíritu Santo.
Permítanme contarles que, dentro de las experiencias vividas en esta oportunidad, tuvimos la de un joven llamado Marcos quien, cuando tocaron a su puerta quedó sorprendió, y cuando supo que éramos católicos se conmovió y dijo: “Yo necesito a Dios en mi vida” y allí mismo abrió su corazón. Al terminar la jornada regresamos como los 72 discípulos del Señor, muy felices y satisfechos de lo realizado. Entonces nos reunimos para dar gracias a Dios. Yo les dije en aquella ocasión:“Si el fruto de nuestro trabajo hubiera sido que sólo este joven, Marcos, fuera tocado por el Señor, sólo por él valió la pena todo el esfuerzo. Sin embargo, fueron muchos más, para gloria de Dios”. Por lo tanto, a partir de ese domingo, seguiremos saliendo y confío que otras parroquias hagan lo mismo. Les llamamos BRIGADAS DE MISERICORDIA.
Agradecemos a nuestro Párroco, Mario Torres, quien de manera incondicional nos ofreció su apoyo en esta misión. Confiamos en Dios que otros párrocos acepten el reto de enviar a las periferias a los discípulos de su comunidad. Esperamos que pronto seamos visibles con anuncios y publicidad en las esquinas de parques; que las paradas de autobuses estén equipadas con literatura católica y nosotros hablemos de Dios a quienes se crucen en nuestro camino. Debemos volver a lo que hizo en el pasado la iglesia primitiva. Muchos, equivocadamente, piensan que imitamos a los hermanos no católicos que andan en las calles, pero no es así; lo que en realidad sucede es que ellos comenzaron a realizar lo que nosotros ya hacíamos pero abandonamos. Una vez más: ¡Gracias! Aprovecho la ocasión para dejar constancia de mi gratitud y agradecimiento por su generosidad, por su capacidad para ofrendar, por sus semillas, ya que si no fuera por su gran ayuda económica, no podríamos llegar a tantas personas como lo estamos haciendo. Nuestro propósito es llegar a muchas más; estamos firmemente decididos a entrar a lugares en donde no existen medios de evangelización, y por eso amablemente le pido que considere hacer todo lo que esté a su alcance para apoyarnos. El Papa Francisco quiere una Iglesia de puertas abiertas y llena de ternura. Esa Iglesia somos nosotros. Por ello, es necesario abrir las puertas de nuestro corazón para compartir con los que están afuera, para que entren a comer y participen del banquete del Señor.
Que el Espíritu Santo nos renueve con su poder para ser verdaderos testigos del Señor resucitado, unidos a la Estrella de la Evangelización, Santa María de Guadalupe, quien nos pide llevemos a su Hijo a este mundo tan necesitado de paz, esa que sólo viene de tener un encuentro personal con Cristo, esa paz que viene de Dios. Amén.